Infancia
Isabel fue hija de D. Juan II y de Isabel de Portugal. Fue media hermana de Enrique IV. Nació en Madrigal de las Altas Torres el 22 de abril de 1451. Pasó sus primeros años al lado de su madre en Ávila de Arévalo, su situación económica fue apremiante, casi olvidada por su medio hermano el rey Enrique IV. “Dña. Isabel”, así era costumbre llamar a las princesas, más que hablar gustaba de escuchar y lo hacía con serena gravedad y cuando hablaba lo hacía con pocas palabras. Conservaba una majestuosa prestancia que no sorprendía si se tiene en cuenta que descendía de Alfonso el Grande, Guillermo el Conquistador, los reyes Ingleses Plantagenet, de S. Luis y S. Fernando. No obstante parecía inverosímil que un día llegara a ser reina. Su hermano Alfonso tenía mayores posibilidades que ella. Pero eran inmensos los obstáculos que se oponían a que cualquiera de ellos ascendiera al trono.
Isabel recibió la educación de los nobles de aquella época de España, a pesar del negligente abandono del rey y de las apremiantes necesidades de dinero, que hacían que ella y su madre carecieran de alimento y vestido al punto de verse obligadas a vivir como campesinas.
Había aprendido a hablar castellano con armoniosa elegancia y a escribir con cierta distinción. Estudiaba gramática, retórica, pintura, poesía, historia y filosofía. Bordaba intricados dibujos en tela de oro y terciopelo. Con extraordinaria habilidad ilustraba en caracteres góticos oraciones sobre pergaminos. De su preceptor, que había estudiado en la Universidad de Salamanca, a la que después se llamó la Atenas de España, aprendió la filosofía de Aristóteles y de Sto. Tomás de Aquino. La ciencia de la época de la manera más agradable posible. Las traducciones españolas de la Odisea y de la Eneida eran comunes en la corte del hermano de Isabel. Mostraba ella especial interés por los cantos o cancioneros, tan queridos por su padre y así aprendió la heroica historia de sus antepasados los cruzados.
Isabel sabía demasiado bien que España se había desangrado durante más de setecientos años bajo la opresión musulmana. Algunos judíos españoles que odiaban a la cristiandad y deseaban ver destruída su influencia, indujeron a los berberiscos a cruzar el angosto estrecho de África y apoderarse de las tierras de los cristianos. La invitación fue escuchada, pronto la península fue arrasada por el fuego y la espada del infiel. Unos judíos abrían las puertas de las ciudades al invasor, mientras que otros luchaban en los ejércitos de los visigodos cristianos.
Los berberiscos conquistaron toda España, excepto unas desguarnecidas montañas en el norte donde se refugió el resto de los cristianos. Pero no se detuvieron los invasores en los Pirineos. Invadieron Francia y habrían conquistado toda Europa si Carlos Martel no los hubiera rechazado en una sangrienta batalla que duró ocho días cerca de Tours, en el 732. Siete siglos de lucha fueron necesarios para recuperar, paso a paso, del poder invasor, las tierras conquistadas. Año tras año, siglo tras siglo, habían ido empujando a los enemigos de Cristo hacia el Mediterráneo.
Aprendió Isabel en los cancioneros, cómo un apóstol de Cristo, caballero en un caballo blanco se apareció a los destruidos ejércitos cristianos, cerca de Clavijo y los condujo a la victoria sobre las irresistibles hordas musulmanas. Este era el apóstol Santiago el Mayor que predicó allí el evangelio y su cuerpo después de su martirio en Jerusalén, es venerado en el célebre sepulcro de Compostela. Santiago fue el patrón de España y los cruzados corrían a la victoria al grito de guerra: “¡Por Dios y Santiago!”, hasta que todo el poder político de los musulmanes quedó reducido al rico y poderoso reino de Granada, a lo largo de la costa del sur. Allí permanecieron como constante amenaza de los reinos cristianos de Castilla y de Aragón, ya que en cualquier momento podrían traer de África nuevas hordas de fanáticos y reconquistar toda España. Era urgente, por lo tanto, la necesidad de un rey fuerte y hábil que uniera los pueblos cristianos y finalizara la reconquista. Desgraciadamente el cetro de S. Fernando había caído en manos de un incapaz. El medio hermano de Isabel, era un degenerado, conocido en toda Europa con el nombre de Enrique el “Impotente”.
Al igual que la mayoría de la nobleza, la reina viuda, madre de Isabel, lamentaba que Enrique, a quien el pueblo creía el indicado para liberarlo de la amenaza mahometana, no fuera más que un cristiano tibio e indiferente. Sus compañeros preferidos, -moros, judíos y cristianos renegados- eran enemigos de la fe católica. Estos hombres que se sentaban a su mesa inventaban por día una nueva blasfemia y bromas obscenas sobre la Sagrada Eucaristía, la Santísima Virgen y los santos. El rey asistía a misa, pero no confesaba ni recibía la Comunión. Su guardia era mora y la retribuía más generosamente que a sus soldados cristianos, la fausta generosidad de éste con sus favoritos había llevado al país a la bancarrota y a la anarquía. Concedió al rabino José de Segovia el privilegio de recaudar impuestos y a Diego de Ávila, judío converso, le otorgó las más amplias facultades, incluso el derecho de desterrar a aquellos vecinos que no pagaran los impuestos y hasta darles muerte sin juicio previo.
La civilización parecía destinada a sucumbir, bajo el reinado de un monarca cuyos vicios anormales constituían el escándalo de Europa y cuya corte causaba náuseas a toda persona decente.
Los amigos más íntimos del rey eran en esta época, D. Juan Pacheco, marques de Villena y su hermano D. Pedro Girón, éstos descendían por ambas ramas de un judío llamado Ruy Capón, y así como en muchas otras de las numerosas poblaciones judías de España, se declaraban, públicamente, católicos.
Durante algún tiempo continuó Isabel su educación junto a Beatriz de Bobadilla. Aprendió a montar a caballo y a cazar liebres y jabalíes con el gobernador. Recibió su primera comunión, y al igual que su madre, fue muy devota y sincera católica. Parecía que su vida debía emplearse en una bella y agradable oscuridad, mas la Providencia Divina le tenía reservada una más heroica tarea.
Ese mismo año llegó un correo de Madrid que sonó como una bomba en los oídos de la reina viuda, madre de Isabel, y su pequeña corte. El rey Enrique le ordenaba que enviase a la princesa Isabel y al príncipe Alfonso a la corte para que se educaran bajo su cuidado personal. La reina viuda sabia cuán “virtuosa” era la Corte de Enrique. Las noticias, de los escándalos del rey y sus amigos habían llegado hasta ella. Los vicios anormales de los moros y de los amigos del rey y de algunos cortesanos, eran objeto de comentario público. Ninguna madre podría desear que su hija viviera en tan execrable compañía. Con todo, la autoridad del rey era absoluta, Isabel y su hermano abandonaron con tristeza a su inconsolable madre y rodeados de hombres armados, cabalgaron por el camino de Madrid, que los llevaba al rey.